"Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo."
La luna de Jorge Luis Borges.
Auspicia mis sueños cada noche. A veces
tengo la sensación de que es capaz de escuchar no solo mi respiración si no,
también, mis pensamientos. Inunda toda mi habitación con esa luz que dibuja
todas y cada una de las sombras que me rodean. Es como si llegase para arroparme. Permanece
hasta dormirme y luego se marcha.
Y hay noches que creo que me llama, que me
habla, que me cuenta esas cosas que tanto la hieren. Me cuenta que es la única
que ha visto el primer llanto humano de la soledad.
Y no sé si es o está; si es y está…
Y esa misma noche en la que el cielo estaba
tan plagado de nubes que no me deja verla, apareció sin esperarla. Sin llamar se
coló y entre los resquicios de la ventana se tamizó hacía mis ojos
apesadumbrados por el vago sueño.
Sonó un susurro, como si el viento siseara.
¡Ssshhhh…!
- Mi niña....- me llamó entre susurros.-
Mi niña... Levanta y vente conmigo...- Y como el viento la acompañaba, las
sábanas de mi cama parecieron flores a las que se les caían los pétalos. Y sin
darme cuenta, vi como las estrellas estaban más cerca. El viento me llevaba en
suaves volandas hacia ella y cuando llegué, se volvió a hacer menguante para
acunarme en su blancura.
- ¿Te sucede algo, Luna? -le pregunté.
- No. Acomódate que voy a contarte un
cuento.
-¿Un cuento?
- Más que contarte un cuento vas a vivir
algo especial.
Y así, de pronto, mi habitación se
trasformó en un remolino de luces, como si cientos de ráfagas luminiscentes
invadieran todo mi espacio, mi pensamiento, mi subconsciente y mi todo. Las
nubes revolotearon ante mis ojos. El viento parecía jugar con ellas y cuando se
disiparon solo se vio el cielo plagado de estrellas. Como si éstas se fueran
apartando, como si yo me fuera acercando, como si a mi paso se abriera el
camino, como cuando el agua hace ondas al meter la mano..., apareció un gran
bosque. No sé si eran alcornoques, quejigos o castaños pero la luz que se
filtraba parecía una cortina hecha de polvo, hojarasca y… no sé bien qué. Un
precioso bosque al caer la tarde o al comenzar la mañana. No sé si era lo uno o
lo otro. Los colores se apreciaban tornasolados, entre verdes y marrones,
amarillos y rojos... Se escuchaban infinitos sonidos matizados: arrullos, aleteos,
hojas, músicas que parecen cantos de sirena que nunca he escuchado, inocentes
sonrisas…Y allí, junto al puente del Silencio, estaba en danza aquella hada de
grandes alas transparentes y de un tono violeta, con su vestido de corolarios
de otoño y dibujando efectos luminosos como estelas que perseguían el
movimiento de su batientes alas....
¡Vaya, no se parecía siquiera a
Campanilla!
No tardé en ver otros seres maravillosos, figuras
ligeras y más o menos menudas que se movían con tal elegancia que parecían
flotar; seres elementales: Preciosos por su naturaleza porque no son todos tan
bonitos como nos los pintan en los
cuentos, alegres, pequeños, mágicos… Duendes... ¡Vaya, duendes de verdad! No
son gnomos, esos llevan el gorro rojo. Estos otros se han hecho sombreros con
polvitos de estrellas, con pequeñas hojas secas o verdes... ¡Wooowww!
Al fondo parecían venir luciérnagas...
¡No, no son todo luciérnagas! ¡Como si yo hubiera visto muchas para decir qué son o dejan de ser, pero… son más seres alados....! Y vienen todos hacia
mí. Pero yo… ¿dónde estoy yo? Debo estar encima de alguna rama porque veo mis
pies colgando pero esto se balancea demasiado y no hace apenas viento. No tanto
como para menearme de esta forma.
Todos se iban acomodando en torno al árbol
que, incluso parecía tener vida animada. Los duendes surgían más perezosos; las
ninfas, más revoltosas; los gnomos parecen no tener prisa alguna, y, entre
tanto, tenía el presentimiento de que había alguien a mi lado. No sé si era
miedo o que estaba demasiado asombrada por todo pero me estaba costando girar
la cara para comprobar de qué se trataba. Me hice valiente y miré. ¡Me dí de
bruces con un ser magnífico y bello!
Me miraba serio y, aun así, se intuía una
sonrisa. En él, o en ella, se dibujaba el reflejo dorado del oro o el intenso
color del otoño; y adornaba su cabeza con una corona de plumas azules. Desprendía
un aroma a lirios frescos... ¿Y su vestido? Su vestido parecía hecho de pétalos de oro. Y no, no tenía alas. No sé
cómo sé cómo podía mantenerse en suspensión. ¡Cómo me gustan esas plumas! ¿Y cuándo
se movía? Cuando se movía daba la sensación de hacer un suave tintineo de
gotitas de agua.
Su llegada produjo un efecto extraño. La
algarabía y el desorden dieron paso a murmuraciones y siseos para guardar
silencio. Me sobrecogió el que se produjo. Debía ser alguien importante. Y el
silencio dio lugar a una exclamación general, a aplausos y gritos de alegría.
Sentí, igual que si me mirara en un espejo, la expresión de sorpresa reflejada
en mi rostro. Como una niña pequeña, la boca abierta bajo las palmas de mis
manos. Sentí un extraño aleteo a mi alrededor. Me molestaba sobre la piel pero
por más que miraba y miraba no lograba adivinar de qué se trataba. La sensación
era la misma que cuando una tela de araña te roza o como si bichitos pequeños
caminaran sobre la piel. Fui a tocarme, a intentar evadirme de aquella rara
sensación.
¿Mis manos? ¿Dónde se quedaron mis manos?
¡Eso no eran mis manos! Eso... Me faltaba
un dedo.
¡Y eran más largos los que quedan....!
¡¡¡Wooww!!!
¡Cuando los movía sonaban cascabeles...!
¡Vaya! ¿Y ahora qué?
¡Sí! ¡Sí! No podía evitar reírme con
nerviosismo, con asombro, con incredulidad, con todos los sentimientos a flor
de piel y con miles de sensaciones que era incapaz de controlar. Sentía más
intensos los olores y más potentes los sonidos. Podía escuchar lo que se decía
a doscientos pasos de mí y era capaz de comprender lo que en un idioma
desconocido se hablaba. Mi visión se agudizó y estaba más cerca de lo que
pensaba. Podía ver y definir cada uno de sus rasgos, incluso aquel ser que me
es más familiar. ¡Una rana! Una rana que no deja de dar saltos y de sacarme la
lengua.
Y me esfuerzo en adivinar qué hay más
allá. Busqué a los elfos. Dicen que son como los humanos pero mil veces más bellos.
Quería bajar de donde estaba pero no sabía cómo manejarme para hacerlo.
Comprendí que pensarlo me ayudaría. El primer intento fue estrepitosamente
arriesgado y estrepitosamente torpe. Hasta mí se acercó un duende a sacudirme
las hojas que se habían pegado a mi vestido. Y pude mirarle a los ojos. ¡Tan
pequeña soy! Sus ojos son muy extraños. Parecen profundos como un pozo sin
fondo, oscuros como una noche sin luna y brillantes como el más pulido de los
diamantes. Y huele a madera y musgo.
Oí un nombre a mi espalda. No, no era mi
nombre y, sin embargo, sabía que era yo. Me giré pero el efecto del movimiento
no era como lo recordaba, como siempre lo había hecho. Me convertí, por
inercia, en un remolino y todo giró a mi alrededor como si me hallará en la
boca de un huracán. Alguien me detuvo y me topé con aquel ser más que
maravilloso. Soy incapaz de describirlo aún ahora. Sólo sé que irradiaba
muchísima luz y con muchísima intensidad, sin embargo, no dañaba a los ojos. Parecía
un ángel, pero no sé cómo son los ángeles. Si los ángeles son cómo nos los han
pintado, entonces, no era un ángel. Estaba posado sutilmente sobre la hierba y
me miraba con cierta ternura. Fui incapaz de articular palabra alguna y
pensamientos no me salía ni uno. Guardé el más sepulcral de los silencios. No
sé qué debía hacer, si es que algo había que hacer.
¿Y por qué me empujan? Así, de repente, me
vi obligada a dar dos zancadas para evitar caerme al suelo. Y, a pesar de
mantenerme de pie, este ser maravilloso, arrodillado sobre la hierba, seguía
siendo más grande que yo.
Correspondí a su sonrisa mientras acercaba
su mano a mi mejilla. Observé todo el recorrido, fijándome bien. Sus manos eran
como las mías. En la suya no se perfilaban dedos. Todo era como una masa
semitransparente, como una especie de nube. Y, aunque me hablaba, no movía sus
labios. Y seguía comprendiendo lo que me decía.
Su bienvenida fue cálida. Sus palabras
eran armoniosas, como dibujadas en una escala musical y con cierta reverberación.
Era curioso porque tuve la sensación de escuchar la voz de la conciencia. Al
tiempo, miles de diminutas flores comenzaron a caer y sí, vi a la Luna inmensa en lo alto, entre las copas
de los árboles que se alzaban al cielo como frondosas secuoyas. El Viento zarandeó con suavidad aquella
lluvia multicolor, formando guirnaldas que se posaron alrededor de mi cuello y
del ser maravilloso, de largas melenas azuladas y blancas, altura
indescriptible y piel pálida, ataviado con una especie de levita de color negro y una capucha protegiendo u ocultando su cabeza y parte de su rostro. Por detrás de él asomaba una aljaba de la que asomaban unas plumas. Me pareció un ser “gótico”... o un guerrero. Y volvió a sonreír y
abrió sus brazos mientras retrocedía unos pasos. Al movimiento de ellos, mi cuerpo
parecía sumarse en un inmóvil zarandeo, percibiendo una suave ráfaga de aire a mi
espalda. Giré la cabeza. Esta vez fui más prudente y cuidadosa. Ante mi asombro,
aleteaban cuatro impresionantes alas: dos, más grandes, superiores; y dos, más
pequeñas, acoplándose a ellas.
- ¿Tengo alas? –pregunté ingenua a pesar de la evidencia.
- Es algo pasajero –me respondió aquel ser-.
Muy pronto desaparecerán y podrás partir conmigo.
- ¿A dónde? –inquirí en tanto intentaba
controlar aquel aleteo para no elevarme del suelo.
- Lo sabrás a su debido tiempo.
Se acercó y con sus manos recogió mis
alas. Me tomó de la mano y, elevados a un palmo del suelo, me condujo hasta el
otro lado del bosque en apenas unos instantes, como si el tiempo y el espacio
carecieran del sentido al que estoy habituada. Miré a lo alto y ahí seguía
ella, la luna, reflejando su brillo plateado en las aguas de aquel lago cruzado
de lado a lado por un puente de ramas, flores y otras plantas. Al fondo, a
nuestra espalda, quedaba la otra parte del bosque y seguía escuchando aquellos
sonidos que me habían asombrado al principio. Incluso podía ver resplandores,
reflejos como si hubiera cientos de fogatas encendidas.
Miré al ser. ¿Cómo dirigirme a él teniendo
la sensación de que le conocía de siempre? Titubeé como si yo me hubiera
convertido en la niña tímida que nunca fui. No hizo falta la pregunta. No sé
cuántas fueron las veces que tuvo que repetirme su nombre. En ninguna de ellas
pude quedarme con él, ni siquiera encontrar algo que se pudiera parecer. Su
nombre me parecía totalmente impronunciable.
- Creo que vamos a tener un problema –le comenté.
Sonrió de nuevo. Y de nuevo me habló, y de nuevo sin mover los labios.
- Cuando amanezca sabrás decirlo y lo
reconocerás en cualquier parte.
Cruzamos el puente. Su mano siempre
estrechando la mía. Él guiando mis pasos. Yo siguiéndole como si lo hubiera
hecho toda la vida, como si no hubiera peligro alguno, ni duda, ni miedo…
Al mirar atrás mis ojos se abrieron. Había
amanecido. La ventana estaba abierta y entraban aquellas primeras luces. Luna había
desaparecido, como cada mañana. Viento, también había cesado en su alborozo. Yo
estaba sobre la cama, con los pies vestidos de pequeñas briznas, la espalda me
dolía ligeramente, y sobre la almohada, unos pétalos de flor. Y de mi boca, un
nombre: Su nombre. El mismo que apareció reflejado en la pantalla de mi móvil a
tan temprana hora después de tantos años.