Mariposas danzaron fúnebres sobre los silencios de mi boca y, en el arrullo calmo de su agonía, mis lágrimas fueron juncos al dolor que no cesa.
Redimí al fuego mis heridas y clamé al cielo sin Dios su cura... mas mis súplicas fueron ciegas y mis ojos callaron exánimes mientras mis rodillas suplicaban la sangre que empañaba la sed de la tierra.
Ahí, en el penúltimo hálito de savia enmudecida por el tiempo, la garra inerte de la ausencia lastimera, acarició el cenit de mi espalda, dándome el último impulso: el que me salvó del mezquino hastío de perderte.