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Desperté con la clara intención de descubrir si mis ensoñaciones eran simples sueños o se trataba de algo más que me estaba hablando y no lograba descifrar.
Percibí aquellos sones como susurros pegados a mi alma. Latían tan dentro de mí que no era capaz de localizarnos más allá de mis adentros. Observé las hiedras azules, el regazo del sol balanceándose en las copas infinitas de los árboles, el pulso de las raíces bajo mis pies y guié mis pisadas entre musgos y silencios, entre claroscuros y sinfonías abiertas que habitaban el bosque.
Me dejé llevar por aquel sonido semejante al canto de una sirena varada sobre una roca, por el chasquido de pasos que no dejaban huella, por el silbido del viento colándose tenue tropezando mi andar y acariciando mis cabellos. Mis manos aleteaban sigilosas sobre las flores, sobre los pequeños arbustos que abundaban por los senderos inventados y, al llegar cerca del arrollo, que se contoneaba lentamente, atisbé el fruto de mi verdad. Sentado sobre los salientes de un árbol, concentrado en el rumor de sus dedos sobre su flauta de cañas, el pequeño ser se presentó ante mis ojos. Medio diablo, medio ángel. Sus patitas de cabra, su cara de niño travieso. Sonrió y siguió tocando. No me atrevía a acercarme. No quería despertar de aquella alucinación pero mi cuerpo se convirtió en una nota revoloteando por el aire, ligero, sin huesos, sin carne... con el alma voladera... hasta que las hiedras azules empezaron a trepar formando una falda desde mis pies. Sentí el latido del árbol acompasándose a mi corazón, mi pelo enredarse en caracolas de virutas, mis manos hacerse arcilla y a mi silencio, comulgar con el viento que musitaba mi nombre.
Sin darme cuenta fui entonando el trino de los pájaros y el ronroneo del agua, percibiendo los olores y aromas de las flores que todavía no habían brotado, el pulso de la vida germinado en mis entrañas. Y en el reflejo del agua que besaba mis raíces, cual Narciso, me vi, descubriéndome desnuda, embebida de magia, con la belleza de una hamadíadre nacida de una encina con el destino tallado en ella.
La hamadríade y un fauno / 1895 / John William Waterhouse |