El viaje que nunca hice
Poner ilusión en un viaje no es complicado. Lo difícil es que el viaje te elija a ti.
La oferta no llegó por correo ni por agencia. Llegó en forma de anciana: se sentó a mi lado en una plaza cualquiera y me dijo que debía ir al norte. Que el hielo sabía cosas. Que allí la luna canta.
Pensé que era una loca, claro. Hasta que me tocó la frente con un dedo gélido y el mundo giró. No sé si caí al suelo o me fui hacia dentro, pero cuando abrí los ojos ya no estaba en mi ciudad. No había edificios, ni relojes, ni ruido. Solo el susurro blanco del viento entre cristales helados.
Un chamán de ojos transparentes me esperaba junto a un trineo de huesos. No habló. Entonó una melodía grave, como el lamento de un planeta, y yo lo seguí.
Antes de partir, me ofreció un cuenco humeante. No sabría decir qué contenía: olía a resina, a piel, a algo antiguo. Lo bebí sin preguntar. Sin miedo. El sabor era salado, áspero, como si contuviera todas las lágrimas del hielo.
Atravesamos paisajes imposibles: auroras líquidas, glaciares que respiraban, espíritus de animales que se deshacían en escarcha al pasar. No tenía frío, aunque iba descalza. No sentía miedo, aunque me sabía diminuta ante todo aquello. Lo estaba flipando.
En algún punto, perdí la noción de mí. Dejé de ser “yo” para convertirme en tambor, en eco, en aliento.
Cuando desperté —si es que eso fue dormir—, la plaza estaba vacía. Solo quedaba un copo de nieve sobre mi mano y la vaga certeza de que algo se había movido en mí. Que estuve en Groenlandia sin billete ni maleta. Que allí el alma tiene casa y el hielo, memoria. Por lo demás, todo parecía igual.
Y entonces la vi: una valla publicitaria al otro lado de la calle. En letras gigantes, brillando bajo un sol de castigo que derretía hasta los adoquines:
La oferta no llegó por correo ni por agencia. Llegó en forma de anciana: se sentó a mi lado en una plaza cualquiera y me dijo que debía ir al norte. Que el hielo sabía cosas. Que allí la luna canta.
Pensé que era una loca, claro. Hasta que me tocó la frente con un dedo gélido y el mundo giró. No sé si caí al suelo o me fui hacia dentro, pero cuando abrí los ojos ya no estaba en mi ciudad. No había edificios, ni relojes, ni ruido. Solo el susurro blanco del viento entre cristales helados.
Un chamán de ojos transparentes me esperaba junto a un trineo de huesos. No habló. Entonó una melodía grave, como el lamento de un planeta, y yo lo seguí.
Antes de partir, me ofreció un cuenco humeante. No sabría decir qué contenía: olía a resina, a piel, a algo antiguo. Lo bebí sin preguntar. Sin miedo. El sabor era salado, áspero, como si contuviera todas las lágrimas del hielo.
Atravesamos paisajes imposibles: auroras líquidas, glaciares que respiraban, espíritus de animales que se deshacían en escarcha al pasar. No tenía frío, aunque iba descalza. No sentía miedo, aunque me sabía diminuta ante todo aquello. Lo estaba flipando.
En algún punto, perdí la noción de mí. Dejé de ser “yo” para convertirme en tambor, en eco, en aliento.
Cuando desperté —si es que eso fue dormir—, la plaza estaba vacía. Solo quedaba un copo de nieve sobre mi mano y la vaga certeza de que algo se había movido en mí. Que estuve en Groenlandia sin billete ni maleta. Que allí el alma tiene casa y el hielo, memoria. Por lo demás, todo parecía igual.
Y entonces la vi: una valla publicitaria al otro lado de la calle. En letras gigantes, brillando bajo un sol de castigo que derretía hasta los adoquines:
«¡Groenlandia! Tienes que ir.
Inuits & Trips. Viajes con espíritu».
No sé si iré. Hay veces que esa vieja loca se cruza conmigo… y se ríe.
El olor a maría es impresionante. Creo que ahora entiendo alguna cosa.
Este es mi aporte (364 palabras) para la semana juevera promocionada por Campirela.
Si picas en la imagen, irás al listado de participantes.
Si picas en la imagen, irás al listado de participantes.