Jana sentía que la sangre le hervía dentro cada vez que se pronunciaba el nombre de Gino en su presencia… Y no es que le hiciera sombra a ella. Simplemente, no lo soportaba. No lo soportaba ya desde niña, cuando llegó sin previo aviso, cuando nadie esperaba que apareciera y se hiciera un hueco en la familia… y en la sociedad.
Y
ese sentimiento de resquemor, de un odio enfermizo había ido creciendo a lo
largo de los años.
Más
florecía él, más se enardecía ella.
Aquellos
celos eran como un abismo entre ellos, un fuego infernal que les hacía
alejarse.
- Si
pudiera…, me mataría… -Aseguró Gino en más de una ocasión a modo de broma pero
en algún momento le había preocupado que la cabeza de Jana llegará a bloquearse
de tal manera que sus celos traspasaran la pura lógica.
En la niñez había soportado su macabro sentido del humor, sus cucarachas en los bocadillos de la
merienda en el colegio, el encontrarse las tareas encomendadas como si no las
hubiera hecho; el llevarse las culpas por actos no realizados y castigado por
ello. En la adolescencia, la rumorología, el descrédito, el enfado por algún malentendido que había logrado
desenmascarar… Y de adulto, se había alejado por completo. Tal vez así, ella pudiera olvidarlo. Y
aún así, no podía odiarla. En ocasiones sentía pena.
Se buscó un futuro en otra ciudad, en otro país… Todo lo lejos que había podido aun a fuerza de perder la relación familiar.
Se buscó un futuro en otra ciudad, en otro país… Todo lo lejos que había podido aun a fuerza de perder la relación familiar.
Ella
vivía solo para él con el amor más enfermizo que se pueda tener, con la
obsesión más profunda que pueda sentirse… Y cuando Gino halló el amor, todo se
desencadenó.
La
encontró aquella noche en el portal de casa. Precisamente en la que no debería haber estado pero un giro inesperado le había hecho retrasar su viaje un día.
Se preguntaba cómo había podido encontrarlo. Seguramente su extraña e interesada dulzura o su astucia de sabueso le habían llevado hasta allí.
Se preguntaba cómo había podido encontrarlo. Seguramente su extraña e interesada dulzura o su astucia de sabueso le habían llevado hasta allí.
Reconocía
que se había inquietado. La palidez del rostro de Jana se agudizaba
con la oscuridad de sus cabellos, y la profundidad de su mirada era como el
infierno que reinaba en su corazón. El blanco de sus ojos, lejos de ser una
luna en el firmamento, era un vidrio de sangre.
Habían pasado muchos años desde que él y Jana se habían visto
por última vez. Todo aquel tiempo había sido maquiavélico. Él se había sentido aliviado. Ella no. La partida
de Gino había supuesto una serie de trabas, como dejar las cosas sin acabar, como si
la razón de su vida desaparecía… Y no le perdonó. No le había perdonado jamás.
Y menos ahora que había encontrado a alguien que le hacía feliz.
No
importaba nada más.
No
hubo palabras. No hubo momento peor que aquel. Contradictoriamente, tampoco uno
mejor. Gino
sintió aquel fuego de Jana como se le clavaba en sus entrañas, como el estómago
se le daba la vuelta, como se ahogaba con su propia respiración, como se
callaban sus gritos…
La
sonrisa de Jana… Un eco sórdido.
Sus
zapatos rojos… Los de ella. Como la sangre que al igual que les había unido les había
separado, como la luna roja que nacía en el suelo, bajo el peso inerte de su cuerpo.
La oscuridad… El silencio. La muerte.
Un giro inesperado
hizo que aquella noche estuviera en el lugar equivocado y con la persona no
correcta.
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