Durante los días anteriores, había observado a María rondar cerca de mi puesto, indecisa. Tenía tanta oscuridad a su alrededor que me daba miedo decirle algo. Nuestras miradas se cruzaron varias veces. Sabía que vendría. Tenía tanta fe en que yo pudiera ayudarla que no podía negarle la luz y, aunque estaba segura de que podría evitarle los fantasmas, no podría eludir el daño que estos pudieran hacerle al sentirse reprochados. Estaban tan profundos que la sombra que la abrazaba era un yugo demasiado pesado.
Por todo ello tenía preparado ya mi carromato. Antes de decidir ir a buscarla, lo protegí trazando un círculo de sal a su alrededor y dibujado una serie de señales con esencias ahí donde ella se iba a sentar amén de todos los trabajos y encomendaciones previos que eran necesarios para la seguridad de ambas.
Me aproximé a María aquella tarde, casi al final de la jornada. Estaba asustada pero no hizo falta decir palabra alguna. Tomó mi mano y me siguió hasta mi carromato —lleno de portadores de luz, de potenciadores de las fuerzas positivas—. Entramos por la parte trasera. La pública, la que daba hacia la feria, estaba ya cerrada.
No quería oscuridad. El aceite de Jerusalem que se consumía en las lamparillas producían la luz justa. Sentí como mi alma se abría… y cómo se resquebrajaba al verla ahí sentada, con todos los demonios acosando a su ser, con todas las sombras golpeándola. Cómo se hacía tan pequeña.
No suelo tocar a mis clientes. Me basta con echar las cartas de manera muy sutil. Decirles las cosas de la mejor manera posible, sin poner demasiado énfasis en lo negativo ni enarbolar demasiado lo bueno. Pero esta vez era preciso que mi piel tocase la suya. Tenía que percibir su pulso, su sangre… sentir la poca energía que le quedaba. No quería saber su nombre pero me latía dentro. Tomé sus manos por encima de la mesa. Las acaricié para que entraran en calor y para darle algo de confianza, aunque estaba claro que estaba desesperada y yo era un último recurso.. Las cubrí con un manojo de vástagos. Las bañé con el agua bautizada por el rocío y magnificada por la luna… Y las enhebré con las mías con un cordel azul.
Respiré tan hondo que mi corazón se detuvo un momento.
—Mírame, María. No dejes de mirarme a los ojos. Céntrate en ellos. No escuches más que mis palabras. Haz caso a lo que yo solo te diga y pase lo que pase, no sueltes mis manos, así sientas que te quemas, así sientas que te mueres… ¿Lo has comprendido, María?
Ella asintió con un hilo de voz. Estaba tan lejos que su ausencia dolía. Pero yo iba a traerla a este mundo. Fuera como fuera. Sí, solo soy una charlatana de feria. Solo una bruja. Solo una gitana. Solo una mujer hechicera pero con el poder de mis ancestros en las palmas de mis manos y en el hondo de mi alma.
María se levantó y la obligué a descansar en mi cama, protegida. Sus ojos estaban cruzados por venas de sangre. Demasiadas lágrimas. Demasiado dolor. Sin fuerza pero más serena. Su piel volvió a sonreír poco a poco.
No quise su dinero. Quería su alegría, su vida, la paz de su alma... Y hacer lo que me gusta hacer: Ayudar a los seres que precisan luz. Porque en el circo no solo entretenemos y sanamos la tristeza, también curamos el alma.
Este texto, un poco más largo de lo normal, es mi aporte a mi propia propuesta para esta semana donde hemos de hablar del Circo en palabras mayores. Picando en la imagen podéis ir a ver la convocatoria y leer a los compañeros que han decidido sumarse a ella.