Cuando recibí su invitación al baile me sonreí. La tentación es el juego perfecto de Monsieur. A nuestra disposición toda su mansión donde la seducción, el misterio y el instinto tienen cabida. Atreverse no es fácil. No querer volver, tampoco. Todo un mundo evocador a nuestros pies donde, sin darnos cuenta, revoloteamos como moscas sobre la miel buscando ser destino final de su mirada y de sus favores, corteses o no. Los favores de la noche son como los caminos del Señor, inescrutablemente misteriosos.
Ahora quiere abanicos, señales que desnudarán todas las intenciones. Tengo cierta curiosidad por ver cómo las damas se exponen. El mío permanecerá cerrado, hasta que lo considere adecuado, engalanando mi escote, entre la nube de mis pechos.
Mis pasos me abocaron al salón principal donde sonaba el vals que había abierto el baile. El león sonreía y el vampiro que aletea dentro de él afilaba sus dientes. Pasé ante la pareja, sin prisa, dejándome ver, arrastrando la falda de mi vestido como la cola de una serpiente zigzagueando. Le miré directamente e hice un suave gesto con la cabeza, una leve inclinación de saludo. Pude percibir el rugido del león recorriendo mi espalda y cada uno de los contornos de mi cuerpo. El león es sigiloso pero deja su aroma por donde pasa para marcar su territorio y esta noche, yo, quizá tan insolentemente como intencionadamente, lo estaba invadiendo.
Subí la escalera solemne, sin mirar más allá de los escalones, hasta llegar a los últimos. Entonces, crucé mi mirada con la de él que respondía sí a una pregunta que yo no había formulado.
Me acomodé en el aposento. Disfruté del champán bien frío, de las vistas al amplio jardín iluminado con antorchas cuyas llamas erigían las figuras de los setos como monstruos silenciosos. Abajo seguía la fiesta, los bailes reservados, los agasajos. Arriba, mi estrategia, mi paciencia y yo.
El león se prepara, acecha y ataca. La serpiente olfatea, va directa, clava sus colmillos... como el vampiro. Y cuando todos son, al mismo tiempo, presa y cazador se produce la eclosión de dos sangres, de dos instintos de lucha, dos instintos de vida.
La puerta se abrió. Las velas tintineaban. Mi vestido perdía su norte y mi propósito, a punto de ver sus logros. No hubo palabras. Solo las miradas se fortificaron sobre las pieles.
—He reservado el mejor baile para vos, mademoiselle.
—No esperaba menos de vos, Monsieur.
Solo en ese momento abrí mi abanico para que ahora fuera él quien sintiera el verdadero mensaje que le enviaba. Sus formas eran el mejor agradecimiento por asistir a su baile. Y yo, a su altura, correspondí. Porque yo soy, en sí, todo un abanico de piel, entrañas, y alma.