Después de tantos años regresaba a mi tierra con una emoción desmedida. El tiempo había hecho mella en mí, no así en mi instinto. Tampoco en mi devoción. La lluvia no me había abandonado desde que dejé atrás la puerta de mi convento en el que mi padre me dejó siendo yo un niño. Una mejor vida. No fue mala.
Embadurnado de barro hasta las
rodillas, atravesé la frontera. Incluso la nieve parecía diferente. Pisar la tierra
que me vio nacer produjo en mí un pálpito especial. Las primeras nieves se
habían adelantado. Tal vez debería haber optado por emprender camino en primavera, pero los acontecimientos habían demorado mi viaje hasta entrado el otoño.
Mis huellas se iban marcando en
el sendero que yo mismo abría. No me había encontrado con nadie pese a ser una
ruta segura para los peregrinos que querían llegar a Santiago. Además, no muy
lejos de ahí estaba el hospital de Santa Cristina de Somport, obligado refugio
para caminantes. La única compañía era mi propio silencio mezclado con la algarabía
de mis pensamientos, mi cuaderno y mis lápices, y la biblia que me había
entregado el padre Pierre como la mejor de sus reliquias. Las montañas, monstruos
de piedra callada, vigilaban mis pasos. De vez en cuando parecían llamarme y el
eco retumbaba atronando en mi pecho.
La noche me cogió en tierra de
nadie, a medio camino entre la nada y el vacío. Un vacío comulgado de nieve, de
lobos que aullaban a la luna o, tal vez, la luna les aullaba a ellos, de
bestias nocturnas que acechaban desde la lejanía, sigilosas y amparadas en la
nocturnidad. Hacía tanto frío que temí se me congelara el alma. La nieve me rodeó
por completo. En mi morral llevaba cuatro palos que no duraron encendidos más
de un suspiro El fuego se fue apagando, como mi poco apetito con pan y queso. Dos tragos de vino me vinieron bien para
calentarme el estómago. Embozado en mi ropa y a la salvaguarda en una pequeña
abertura en la piedra, pasé la noche más despierto que dormido, rodeado de
aquella extraña calma en medio de los aullidos y demás ruidos nocturnos que
golpean la mente con miedos mientras la nieve hacía su propio peregrinaje.
Estaba entelerido. No tenía
fuerza ni para moverme. Seguir caminando era una auténtica locura que no estaba
dispuesto a cometer. Dicen que la muerte en el frío es una muerte dulce porque
el corazón se va adormeciendo y con él, lo demás. Empecé a rezar. Primero, el Rosario.
Llegó un momento en que no sabía continuar así que me decliné por oraciones
cortas: Una retahíla de Padres Nuestros, algún Ave María y, cada dos por tres,
un «¡Ay, Dios mío, dame fuerzas para llegar a ver la luz del día!». Luego ya fue solo un «¡Ay, Dios mío!».
Se me congelaron las pestañas y
no sentía la mitad de mi cuerpo. El agua y el frío se habían colado en mi
calzado. Había envuelto mis sandalias en pieles, sujetándolas con cuerdas, mas
tenía metido el frío por cada poro de mi piel, atravesándola. No sé si fue en
vigilia o fue amortecido en algún corto sueño. Si fue fruto del miedo o de
aquella gelidez. Solo sé que, en medio de aquel peculiar silencio de la nieve,
los lobos dejaron de aullar. Me estremecí entero. Imploré a mi Dios y respiré
tan profundo que me dolió. Podía sentir los latidos de mi corazón zarandear mi
pecho y resonar haciendo temblar mis costillas. Y dentro de mi profunda
oscuridad, donde ya las lágrimas rebasaban mis ojos y se hacían cristales en la
vertical de mi nariz, vislumbré el resplandor de un ave abrumando a la oscuridad.
Aquella visión era del todo imposible. Una hermosa paloma de pecho blanco
aleteaba acercándose hasta mí. Una especie de halo angelical la envolvía e
iluminó la noche volviéndola mediodía. Sentí una emoción imposible de explicar,
ni aun sintiéndola. No hay palabras en el mundo que puedan albergar explicación
alguna. Lloré como un niño. No pude gritar porque las palabras se congelaron en
mi garganta. No pude moverme porque el frío había atenazado mi cuerpo y si
había habido miedo, ahora me embriagaba un hermoso sentimiento de aliento, de
esperanza, de vida.
Se posó a mis pies, en una pequeña
roca, confundiéndose con la nieve que todo lo invadía. A veces me llamaban loco
y en ese momento, pensé que estaba más loco de lo que pudiera creer… Pero la
mano de Dios acarició mi alma y me bañó con su luz dándome la fuerza
suficiente, el impulso necesario para volver a ver la luz del día. Amaneció… no
sé cuánto después. Me pareció un soplo, o el aleteo de la paloma emprendiendo
el vuelo hacia lo alto hasta perderse en la inmensidad del cielo, ahí donde ya
no pudo alcanzarla mi vista. Gateé un poco, lo suficiente para salir de la
pequeña cueva que había impedido que la nieve me cubriera por completo pero que
no me había librado del azote de la ventisca que, en algún momento, surgió como
si fuera el aliento helado de aquellos gigantes de piedra. Escuché a lo lejos
unas voces. No distinguí qué decían. Era un rumor que el viento traía desde
atrás de los pinos. Me brotó un hilo de voz. Mascullé una maldición que ni mil
años de penitencia podrían eximir y dos figuras oscuras surgieron ante mis
ojos. No recuerdo más que verlas avanzar hacia mí, pisando la nieve que cubría
sus rodillas. Me sumí en un profundo letargo y desperté, como un oso en
primavera, al sonido de Laudes. Pude asomarme a la ventana. Lo que mis ojos
vieron no lo olvidaré jamás: Las montañas nevadas, los pinos soportando el peso
de la nieve, la piedra del monasterio, el trajín de los monjes. Y a mi nariz
llegó el aroma a caldo de gallina y pan recién hecho. Yo también di gracias a
Dios por un nuevo despertar.