5
Las ciudades de Los Muertos
Su entrada en la taberna había causado un tímido silencio, siendo el centro de atención durante unos minutos. Luego empezó a pasar más inadvertido y, aunque parecía ajeno a cuanto le rodeaba, no perdía detalle de todo lo que acontecía.
Nada escapaba de su atención. Un ligero repaso al local y todo quedaba en su cabeza. Sonrió y, al tiempo, le avergonzaba la bravuconería de aquellos ebrios hombres propasándose con las chicas de la taberna que se zafaban o dejaban en función de sus ganas. Tampoco le pasó por alto aquella otra mujer que servía las comandas y bebidas sin perderse en lisonjas. No le llamaba la atención, a pesar de no resultarle indiferente, su cabello ondulado y rojizo, ni la blancura de la piel o el descarado escote por el que asomaba el nacimiento de unos pechos poderosos. Se había fijado en el hecho de que ningún hombre osaba tocarla de forma obscena y, curiosamente, en su vestido de mangas largas.
Tampoco para ella había pasado desapercibido el forastero por el porte y por su olor.
Mientras él era como un lobo, capaz de oír a través del viento, por su extraordinaria capacidad de discernir los sonidos, aislarlos y quedarse con lo que realmente le interesaba; ella era como una loba en cacería, capaz de detectar cualquier olor, aroma, esencia, bálsamo a centenares de pasos de distancia. Y un olor tan especial como el de un Hergo no podía pasar inadvertido a una Derbra.
El mesonero salía de la cocina con la comanda para el foráneo cuando la joven Derbra se interpuso en su camino.
- Yo lo llevaré…
Ni siquiera el hombre tuvo tiempo de reaccionar. Negó con una sonrisa y siguió a sus cosas.
- Aquí tiene, señor. Espero le guste el estofado de jabalí.
- Gracias –dijo sin mirarla. No le hacía ya falta-. ¿Puedes servirme un poco más de vino?
- Sí, claro.
Se ajustó la manga izquierda. Le llenó el vaso y cuando se iba a retirar, él la sujetó fuerte por la muñeca izquierda, la que ella tenía retirada adrede. En la cara interna tenía su destino marcado de nacimiento. Le quemaba la piel aquel contacto y sabía que no había marcha atrás.
El hombre Hergo le giró la muñeca. Levantó la parte de la manga que le cubría la muñeca. Ahí, sobre las tres líneas naturales que marcaban la piel, estaba el extraño tatuaje; una mística mancha de nacimiento que él sabía debía llevar, y que confirmaba que ella era una Derbra, pero no una Derbra corriente, si no una de las que guiaban en el camino de la muerte para quienes estaban predestinados.
Solían asentarse en ladeas cercanas, con mucho tránsito de personas, sabiendo que en el oeste se encontraban las ciudades de los muertos, donde los Hijos de las Trece Tribus iban voluntariamente a morir por vejez, enfermedad, deshonor... o amor. Su destino era acompañar en ese momento crucial y solo, en casos muy excepcionales, extraordinariamente nombrados, tenían la potestad de recomponer ese luctuoso final. Sabía que no podía negarse si el Hergo susurraba o pronunciaba su verdadero nombre.
- Te espero en mi cuarto, cuando termines… Tenemos que hablar. Quiero ir al oeste –confirmó, dejándola ir.
Tras cenar, salió al exterior. El cielo se cubría de unas oscuras nubes que amenazaban con una intensa tormenta. El viento movía con agresividad la capucha con la que se cubría cuerpo y rostro. Respiro hondo, se refugió en su tela de abrigo y caminó hasta el establo para asegurarse de que su animal estaba bien. Luego, volvió a entrar en la posada para subir a su cuarto donde aguardó la llegada de la Derbra quien no dejaba de escuchar su nombre mil veces repetido en sus adentros. Era la prueba determinante de que debía servir al joven Hergo.
- … Hay que atravesar el bosque. Sabes que hay que hacerlo de noche. Sus leyendas de seres salvajes y sangrientos nos ampararán. Saldremos antes del atardecer para que poco antes de que amanezca nos hallemos a la entrada del valle. De ahí, en media jornada, estaremos en la ciudad donde el viento no sopla. Haremos el ritual. Te llamaré por tu nombre y te haré las tres preguntas. Me nombrarás tres veces y, entonces, uno de los dos no regresará jamas.
Saber que el destino estaba en manos de una Derbra era parte de sus raíces también. Y confiar su salvación a la interpretación que la Guiadora pudiera hacer de los Ancestros no era esperanza.
Cuando el cielo empezó a arrebolarse se prepararon para el ritual junto al Río de la Lluvia. Él se rasuró la barba, se bañó en el río, y ella le pintó el cuerpo con pintura tribal mientras cantaba entre susurros. Luego, lo hizo él en ella en tanto pensaba el nombre de la Derbra.
Frente a frente, desnudos ante los últimos rayos de sol de ese día, ante la memoria de los que ya no estaban, la Derbra empezó a preguntar como penúltimo paso del ritual.
- ¿Por qué vienes a morir?
- Por deshonor.
- ¿Cuál es tu nombre?
- Dregon, hijo de Rus, de los Hijos de Hergo.
- ¿Cuál es mi nombre de destino?
- Allkore -pronunció con rotundidad.
- Debo hablar con los Ancestros, Dregon, y saber la realidad de tu deshonor. Luego obraré en consecuencia con la potestad de los que todo lo ven y todo lo saben.
Allkore, la Derbra, se alejó unos pasos. Se orientó hacia el oeste del oeste. Levantó su rostro a la Gran Madre del Cielo, extendió su brazos a media altura y entonó los cánticos que sonaban a plegaria. De fondo, el sonido de la voz masculina pronunciando su nombre tres veces.
Dregon aguardó tumbado en el suelo, boca abajo, con la frente anclada en el suelo, donde también se clavaba su mirada, para orar las palabras sagradas de los Hijos de Hergo.
Debía permanecer así hasta que la Derbra le indicara lo contrario.
- Los Ancestros que todo lo ven y todo lo saben, me han hablado, Dregon. Ponte en pie para escuchar lo que debo decirte. -Hizo una pausa y quedó nuevamente cara al Hergo-. Debes entregarme tu daga, la que usaste para intentar acabar con tu vida, y ofrecerme tu mano derecha... ¿Es esa la daga?
- Sí.
Allkore tomó la daga y sujetó fuerte la mano masculina. Realizó siete cortes equidistantes a lo largo del brazo, desde el hombro hasta la muñeca, de modo que la sangre de las incisiones confluyera en la palma de la mano. Con ella, la Derbra realizó una serie de dibujos en el rostro del hombre. La restante, junto al arma, él debía enterrarla.
Al darse la vuelta, la mujer estaba yaciente en el suelo. Él sabía que en muy contadas ocasiones, según la tradición hablada de las Trece Tribus, las Derbras ponían su vida y sus poderes en manos del destino y salvar así la del Guiado. Solo si el Liberado lograba darle su aliento antes de que ella perdiera el último suspiro, ambos podrían regresar vivos.
- ¿Por qué estabas dispuesta a dar tu vida a cambio de la mía?
- Porque, aunque intentaste reunirte con los que no están y sabes que está prohibido morir en propia sangre, no eres culpable de deshonor pues jamás abandonaste a tus hermanos en batalla. Y al salvar mi vida, restauras el honor que tú mismo mancillaste al intentar acabar con la tuya.
Tema 5-52: Usar la frase: "En el oeste se encontraban las ciudades de los muertos" para hacer una composición creativa.