30 de agosto de 2018

Sé de un lugar...

donde la tierra se postra al cielo y, en cambio, orgullosa encuentra su mirada. Un lugar donde las piedras hablan en silencio y sus palabras de esparcen como hojas al viento llevando un mensaje que solo unos pocos comprenden. Ahí el tiempo no tiene tiempo ni eternidad; los senderos se abren al paso como juntos mecidos y las lluvias penden hilos con rocas ensalzando sus orillas; los pájaros abren sus alas para dejarse caer en abismo o para navegar el aire como aviones de papel...

Fotografía de Helena Roura

Cuando era niña, iba a pasar ahí casi todo el verano, a casa de unos amigos de mis padres, Santiago y Carmen (hoy metidos en eso del tema del cine). Solo se podía acceder andando o en caballería por un camino —unos cuatro kilómetros— angosto y retorcido desde la carretera. No había más de dos familias. Desde su nacimiento fue un pueblo de pocos habitantes.
Recuerdo una única calle, más o menos recta, de apenas 50 metros, de losas de río dispuestas de la mejor manera y encaramada en una cresta, las fachadas de las cuatro casas en pie, la plazoleta, que no era más que un ancho de la calle, donde estaba la fuente: el agua, verano o invierno, manaba tremendamente fría, apoyada en la fachada sur de la antigua herrería en la que recuerdo había, (y hay, además, otros dos) un magnífico reloj solar pintado al fresco en forma heráldica… 

Imagen de la red
Los huertos y las cabras, una pequeña iglesia al otro lado del lugar, las pozas de las cercanías y a las que se llegaba por un camino aledaño a la fragua. Ahí me bañaba en unas aguas algo fresquitas pero cristalinas, rodeadas de un paisaje único; el guisar en el hogar bajo, en el pan hecho en la casa por Carmen, en las sopanvinas, en dormir con tres mantas en pleno agosto, el no tener luz salvo unas horas al día (y no pasaba nada)…

Hoy, todo eso sigue y continua siendo un lugar tranquilo, a unos mil metros sobre el valle del río Ara, en pleno Prepirineo, al abrigo del monte Nabaín y alcanzable en coche, con algunas casas ya rehabilitadas y conocido por tener el festival de cine que se define como La muestra de cine más pequeña del mundo*, bajo las estrellas y a la luz de la luna, que se celebra en estos días de finales de agosto.

Sé de un lugar donde te gustara perderte y en él hallarteAscaso.

Fotografía de Marta Puyol Ibort.  Inventario de patrimonio arquitectónico de Sobrarbe y Ribargoza. 1999/2002.

Más lugares  mágicos en el Molí del Canyer,
el blog  de Inma.


* pinchar para información tanto del lugar como de la muestra de cine. 

21 de agosto de 2018

El pañuelo...





Me vistió del mismo modo que se desnudan las hojas en otoño: de tiempo y de viento, y de un halo de seda blanca tan albino como la luna. Me cubrió del deseo proclamado en las junturas de sus dedos: de piel y alma; y me abrigó al amparo de un pañuelo, sendero de brocados al galope de sus labios... Y así, en el cruce de lienzos, mi carne se hizo mariposa en la calma de sus manos...


Más historias de pañuelos en Rhodea Blason

16 de agosto de 2018

Atardecer para Elisae...

Al atardecer, mientras el sonido de las hojas al caer recordaba al crepitar del fuego, Elisae, con su té rojo y esencia de azahar, se sentaba en el cenador del jardín. Se dejaba rodear de la dicha de sentirse más libre que nunca. Solo los pájaros y el baile de esas hojas al antojo de una suave brisa que, coqueta, gustaba de jugar sobre el lago que se extendía ante sus ojos, podían permitirse el lujo de enriquecerle esa sensación.
A ello se había sumado en los últimos días un sonido nuevo. Ocurría a media mañana y al venir de la tarde hasta que casi anochecía. Era algo delicado, indescriptible y único que le elevaba el espíritu, transportádola en ensoñaciones a lugares que solo en su imaginación podía vivir. Aguardaba esa música como un abrazo para el alma.

El violinista hacia sonar su viejo Stradivarius. Tras el accidente, sus dedos ya no eran tan ágiles pero las notas seguían fluyendo como gotas de rocío en una mañana fresca. La casa tampoco era la misma. En sus paredes aún retumbaban, como en sus recuerdos, su  infancia y los primeros amores por la música.


Había pensado comprar unas dalias y acercarse hasta la casa vecina, presentar sus respetos y disfrutar de un rato de charla. Había elegido la soledad y quería sentirse abrigado por ella y esa nueva sensación. Sin embargo, ver a Elisae cada mañana en el café del pueblo le hacía sentir bien e incluso, despierto, tener sueños. Sin saberlo, ella se había convertido en inspiración para una bella melodía que el viento le hacía llegar.

Sus pasos no se cruzaron por el vejo camino del lago. Aquella mezcla entre el olor de la naturaleza y el aroma de la repostería casera recién hecha le hizo sonreír: «Tal vez estaría bien comprar esas flores».

En el café, sus ojos —o su corazón— buscaron a Elisae. Se sentó a la mesa de costumbre. Una nota con su nombre asomaba bajo el pequeño jarrón con flores que la adornaba. Se lamentó por un momento mientras leía el nombre de la mujer al pie de las letras: Un fuerte latido golpeó su pecho, y sus manos, serenas siempre, se rindieron a un leve hormigueo. Le había invitado a desayunar y tomar un té al final del día. Dos frases pero toda una invitación a un universo de ilusión...
Y sonrió, mirando al infinito a través de la cristalera, esperando la llegada del atardecer.



Hallarás más historias en Neogeminis, el blog de Moni.
De los elementos propuestos, elegí el atardecer de otoño, su baile de hojas acompasadas al sonido de un violín llegado desde una vieja casa.

8 de agosto de 2018

El tatuaje...

Su piel era como un lienzo virgen, virgen de espacio porque estaba tallada con trazos de las más diversas formas. Escarificaciones y tinta semejaban señales de guerra que circundaban su cuerpo en una especie de mapa tántrico y místico. 
Condenada a miradas furtivas, llenas de una mezcla de curiosidad y temor, y a lenguas: malas, miserables y mentirosas, se había obligado a cierto ostracismo, refugiándose en su propia leyenda, alimentándola hasta el punto de convertirse en una poderosa arma. 

Se dejaba ver como se dejan ver las ánimas en vela, al caer la tarde, cuando la bruma avanzaba hacia la aldea hasta cubrirla por completo. Pero aquella noche, mientras las puertas se cerraban a su paso como siempre, tras las que niños y mujeres se escondían, u oía sin escuchar ya el doliente y cansino rumor proveniente de las voces de los hombres sepultándola con ofensas valentonadas, sucedió algo que la confundió. Le hizo, por un momento, percibir cierta vulnerabilidad porque alguien no se apartó. Alguien se atrevió a mirarla directamente. Alguien le mostró una sonrisa y alguien, sin más, le ofreció paso. Sintió como si la piel se le resquebrajara, abriendo una puerta a su alma en tanto un halo invisible simulaba acariciarla. Su corazón empezó a latir con fuerza. La sangre parecía hervirle en las venas. Echó la vista atrás, y la mirada de aquel ser volvió a atravesar la suya. Retrocedió sobre sus pasos hasta colocarse a la altura del osado, frente a frente. Se descubrió el rosto, dejando ver los tatuajes que bordaban su rostro como guirnaldas rodeando sus ojos. Y no era un gesto desafiante.


Me alegra volver a verte… Sibel. 

Sibel. Repicó ese nombre en su mente del mismo modo que una hojarasca a principios de otoño. Hacía demasiado tiempo que nadie la nombraba así. Tanto que casi lo había olvidado. Nadie, tampoco, había vuelto a dirigirse a ella en aquella jerga.
El ser se desenguantó la mano izquierda, mostrando esta y parte del brazo. Ella le presentó la suya. Ambas se vestían de iguales escarificaciones, de similares signos: complementarios. Unos eran la prolongación de los otros y, en su conjunto, la rúbrica de su origen y de su destino… 
Él era el árbol de la vida. Ella, sus raíces.




Esta semana, Gus, desde su blog Jualiano, el apóstata
nos invita a hablar de tatuajes. 
Ahí puedes ver, si deseas, alguna historia más.

2 de agosto de 2018

París, mon péché...

París, 1890

Mi querido Augus, es mediados de mayo y hoy ha llovido todo el día pero aún así he salido a pasear un poco. Los adoquines de Boulevard de Clichy han sido siempre testigos de mis pasos al caer la tarde, cuando se supone que las señoritas de bien se esconden y las que menos bien se muestran. Intento confundirme entre ellas mientras paseo por el corazón de Montmartre, perdido entre un entramado de calles empinadas y escalones. Observo las escandalosas y fantásticas fachadas de sus locales nocturnos: los mismos que han escandalizado a la parte puritana de la sociedad parisina. Me gustan sus nombres: Le ciel et l’enfer, le taberne des Truands, le Moulin Rouge o el Moulin de la Galette… Todos hablan de pecado y de libertad. Pienso que un día podré abrir mi local: La Petit Mort, al que espero puedas venir. París, Mon Péché... París, Mi Pecado.

Reconozco que de la mano de Monsieur Lautrec estoy conociendo la noche parisina, sus luces y sus sombras. He empezado a frecuentar los cabarets, los cafés cantantes donde una nube de humo hace sombra a las cantantes y, sí, también conozco algunos burdeles. Parece que encuentra mucha inspiración en ellos. Le llaman el amigo de las putas.
He posado para él, desnuda sobre una cama donde yacían también los excesos pero eso quedará solo para nuestros ojos. Sé que esto te va a hacer daño pero siempre he dicho que te hablaría con la verdad. 
Su obsesión con "la loca", ya te  he hablado de Jane Avril anteriormente, nos está alejando pero eso me da tiempo para rodearme de los Maestros de Montmartre. Mientras dejo que me pinten y me paguen unos dineros por ello, me emborracho de su arte aunque eso suponga escuchar las penas del inconformista Van Gogh, aguantar las manías de Renoir o esos arrebatos de Pierre. Realmente, a pesar de todo es mucho más interesante que Henri: un auténtico pendenciero lo que no le resta talento. Tiene fama de atormentado y borracho, con su metro y medio, su sombrero de bombín, su bastón y su larga levita, barba poblada y anteojos escondiendo unos ojos pequeños y oscuros perdidos en un abismo de martirio. Pero disfruto de las charlas con Degas aunque me pierda tras el humo de sus cigarros. 

Hoy ha aparecido uno nuevo. Dicen que es español. No recuerdo ahora su nombre… Le han enseñado alguno de mis dibujos. Dice que tengo arte y atrevimiento. Será que eso de pintar hombres desnudos no está muy visto. Me ha llamado Madeimoselle Lilith. Temo que en petit comité voy a seguir así. Hay un británico al que le gusta leerme sus poemas. Dicen que ha estado en la cárcel. Está escribiendo una novela. He leído unas pocas páginas. Me gusta mucho aunque es un tormento. No te diré la trama pero creo que si se la publican será un éxito. Su personaje se llama Dorian. Te contaré un secreto: Le gustan los hombres. No me escandaliza.

Se hace la noche y he de salir. Mañana llevaré la carta para que te llegue. Junto a ella te envío unas fotografías y uno de los últimos retratos que me han realizado. Llevo el vestido azul que me regalaste. Si deseas que te mande algo en especial, házmelo saber.
Prométeme que serás feliz. Sé que no apruebas mi vida pero tú tampoco me pediste parecer para casarte con Belinda.
Tal vez, algún día, nuestro camino vuelva a cruzarse pero bien temo que es largo todavía.

Clodette

Resultado de imagen de toulouse lautrec
Helene Vary Toulouse Lautrec 


Esta carta  forma parte de la idea "Un viaje con..."  propuesta 
por Dorotea desde su blog Lazos y raíces
Podéis coger las maletas y partir a otros destinos. 


Aunque algunos artistas sí coincidieron e incluso llegaran a conocerse, me he permitido, al igual que pasarme de palabras, cierta licencia anacrónica para cerrar el relato al referirme, directa o indirecta, a alguno de ellos. Os he querido, así, llevar al París  más  bohemio de la Belle Époque.