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Claudia, fotografiada por Erwin Olaf |
Leonor se miraba en el espejo, entre el juego curioso de los reflejos del sol y la altura de sus tacones rojos como el carmín de la línea de su boca. No dejaba de seducirse a sí misma. Aun siendo mujer de carnes blandas, bajo las transparencias de su camisón podía percibirse aún la voluptuosidad de sus pechos, y las amplias areolas abarcaban la erección de unos pezones desvirgados tantas veces como días tenía su vida. Los tomó en sus manos, los junto y los elevó mostrándose exuberante, coqueta, provocativa...
Descendió por la cintura, no tan delineada como antaño, llegando a las caderas. Se contoneó y subió la prenda dejando al descubierto un monte de Venus que era más bien un triángulo de las Bermudas. Cuántos hombres habrían naufragado en aquellas aguas. Pero ya hacía tiempo que nadie se perdía entre sus piernas con aquellos vigores que la hacían gemir como hembra desbocada. Seguía siento amante del placer... y su mejor cómplice, dueña de los mayores secretos y reina de las perversiones de aquellos hombres que habían rendido las repletas carteras a sus pies.
Ya no era la ingenua y delicada avecilla venida del sur, la de alas níveas pero no había otra con su elegancia, con la candidez y delicadeza de aquellos gestos que la hacían tan deseada, tan única. No era la joven cardelina que todos querían tener en su jaula. Y si alguna vez pensaron que comía de sus manos, jamás dio un bocado sin más.
Llamaron a la puerta de su dormitorio. Se pasó la bata tipo quimono, se atusó el pelo y apretó sus labios en un vaivén sensual para fijar el pintalabios. Abrió la puerta. Su nombre continuaba en ella aunque ahora vivía en la planta más alta de aquella casa, ahí donde los clientes no tenían acceso. La inferior era para los pájaros que aprendían a volar o para aquellos que tenían algo más de vuelo pero nadie mejor que ella para enseñar a planear.
Ahí estaba él, su cliente de siempre, el que la alzó en el primer vuelo, el que no había dejado de acogerla entre sus brazos como quien acoge a un pajarillo caído del nido. Sus canas desvelaban que tampoco era el de entonces. Aún así, seguía siendo un caballero que se quitaba el sombrero ante ella y le dejaba, como siempre, una suculenta propina. Era un rito y como tal lo respetaban. Aunque ahora el sexo quedaba en un segundo lugar, continuaban disfrutándose. Permanecían abrazados durante horas mientras ella le cantaba aquellas canciones de siempre con las que le atravesaba el alma y lograba que sus ojos se humedecieran. Tomaban té. Ella lo preparaba con un exquisito ritual bajo la atenta mirada masculina. Charlaban durante horas mientras los cigarrillos se consumían entre los dedos. Él la escuchaba hasta en sus silencios e, incluso, pasaban noches enteras envueltos en una densa caricia mitad pecado, mitad amor que no tenía precio.
Para él, Leonor seguía siendo su dulce cardelina. Y ella continuaba posándose sobre sus ramas.
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Ilustración de Robert Maguire | 1961 |
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