Amanecía un día tan plomizo que hasta pereza daba saltar de la cama pero en la rebotica me aguardaba mucho trabajo. Salí de la habitación dejándolo dormir. Su respiración era una sonata de primavera en medio de la tempestad. Un relámpago. Un trueno que estremeció toda la escalera. La madera crujió a mi paso y la tenue luz, se fue. El cielo se había hecho noche.
Atravesé el recibidor y abrí con llave la puerta de la farmacia. Encendí un vela que encontré casi a tientas en uno de los cajones del mostrador. Fuera arreciaba la lluvia. Rompía contra los ventanos de madera que protegían la puerta. Con aquel trueno, temblaron hasta los pilares, y difuminaron los golpes que aporrearon la puerta. Fueron tan insistentes que tardé en reaccionar. Bajo la incesante lluvia, el rostro desencajado de una mujer. Me sobresalté. Parecía una figura fantasmal.
Por un momento dudé en abrir pero reconocí sus balbuceos y me apresuré a hacerlo. Apenas pasó al interior, entre lamentos angustiados que no la dejaban hablar, sacó de debajo de su camisa un puñado de monedas. Comprendí la gravedad de la situación y el por qué de aquel desasosiego, de aquellos ojos llenos de temor. Le apreté la mano y se la retiré. No quería dinero.
Pasamos a la rebotica y me dispuse a preparar aquella receta. No solía usar aquellos ingredientes, salvo para ella. Era como volver al pasado, a los tiempos de mi bisabuela o de mi tatarabuela.
—Tranquila, lo lograremos. —Solo deseaba transmitirle algo de serenidad.
Podía sentir la desesperación, la aflicción de la mujer pendiente de mí. Su temblor, por frío, por miedo, era constante pero no hablaba ni una sola palabra.
No era del pueblo. Vivía en las afueras, siempre sola, con su hijo. Un hijo que vivía medio salvaje pero al que no faltaba jamás cuidado alguno. Lo tomaban como hijo del demonio. A ella, como una vieja loca poseída. Muy lejos de la realidad. Ni él era un salvaje, tan solo un enfermo, y ella una mujer joven a la que la desgracia y el peso de la vida la había envejecido demasiado pronto.
Ahora era yo la bruja que con sus hierbajos podría calmar "el mal del demonio que padecía aquel salvaje". Eso decían los ignorantes aunque no puedo culparlos del todo. Quién no sabe como quién no ve.
Salimos bajo la torrencial lluvia. El coche se atascó en el barro así que desaté al caballo y subimos a su lomo. No sé cómo no nos caímos o cómo no tuvimos alguna desgracia. Cuando llegamos a la humilde morada, el chico se debatía con su propia locura. No sé de dónde sacó aquella mujer fuerzas para dominarlo y atarlo a fin de que no hiciera alguna animalada.
Un hilo de vida se consumía entre sus labios. Mi mirada se cruzó con la de la madre que limpiaba la espuma que salía de la boca de su hijo. Lo había colocado de lado para que no se ahogara con sus vómitos y no se tragara la lengua. Intentó cubrirle para que no viera que se había defecado.
Es espectáculo era dantesco. El olor casi hedor. Todo podía cortarse con un cuchillo... pero no había que ser delicadas, había que ser eficientes.
Le hice tragar lo que no estaba escrito. Sabía que aquello detendría sus convulsiones y lo calmaría. Después podría seguir tratándolo.
Cuando quise darme cuenta, ya había anochecido y vuelto a amanecer. No había sido consciente de cuándo la lluvia había cesado, ni de que aquel árbol había caído muy cerca de la choza. Pero aquel aire limpio, fresco, me invadió hasta dolerme. Miré a la mujer. La sentí tan pequeña. Me acerqué a ella y la abracé. Era un saco de huesos embutido en una tela áspera y un sinfín de collares hechos con raíces, huesos y maderas pero su corazón latía tan fuerte que, seguramente, también le dolía.
—Lo hemos logrado. Se pondrá bien pero debes tener siempre a mano estos mejunjes. Evitarán que vuelva a pasar por esto. No te preocupes. Dentro de un par de días, regresaré. Te traeré más... Y no, no quiero dinero. —Sabía que no tenía y el poco que lograba recoger mejor no saber de dónde o cómo lo obtenía.
—¿Cómo puedo agradecer todo lo que haces por nosotros?
—Ya lo haces. Cuida de él, y de ti... Y acude a mí cuando lo necesites.
Subí a lomos de mi caballo. Me sentí un poco torpe pero abandoné el lugar. Con el corazón henchido y el alma segura, regresé a casa donde alguien, preocupado y acostumbrado, me aguardaba...
Mea culpa el saltarme el número de palabras pero, en esta ocasión,
ha surgido así la cosa.
Este texto corresponde a la convocatoria de esta semana que realizado Dorotea desde su blog "Lazos y Raíces", donde hallaréis más textos, igual no tan largos como el mío :-)