Mil veces he pasado ante la palaciega fachada de la casa de los Bolea. Familia de gran arraigo y, antaño, familia de abolengo. Escudo sobre la puerta de entrada, historia a su espalda y antiguo archivo municipal. Hoy en día, una casa más que se cae a trozos por desidia o por lo que sea. A su norte miles de metros que en su día fueron un jardín botánico y podría decirse que un gran parque zoológico, pues ya hace siglos había leones, tigres... y animales que para la gente de esta ciudad eran todo un espectáculo, algo realmente curioso.
Me imaginaba a doña Matilde, señora de Armando Bolea, hijo de Armando Bolea, nieto de Armando Bolea y bisnieto años ha de varios don Armando Bolea, apostada tras los cristales en las tibias tardes de otoño tejiendo sus bolillos o punteando en sus bordados de hilo mientras los niños pasaban bajo el balcón con sus ruedas de metal como parte de sus carreras y juegos, en las mañanas de primavera cuando con delicadeza limpiaba las hojas muertas de las petunias o geranios que colgaban; o esos fríos días de invierno cuando apuraba las pocas horas de sol... Y era en verano cuando el balcón se quedaba vacío, triste y solitario...
Y aquella vida migró como migra el tiempo, como los cristales se rompen por las pedradas de algún gamberro, como esas plantas verdes, hierbajos, crecen ahí donde estaban las petunias y geranios de doña Matilde..., como la madera se va pudriendo, como la forja que adorna el balcón va perdiendo lustre.
Desde su “Lugar de Encuentro”, María
José,
nos invita a divagar en torno a este viejo balcón acristalado.
Podéis
mirar desde él o hacia él…