Su oscuridad me atrajo del mismo modo que la luz a las polillas… Irremediablemente.
Cuando quise darme cuenta, estaba tan entre sus brazos como una mariposa en una tela de araña, cubierta de expertas telas que me impedían mover.
Solo me cabía un destino entre el dejarme hacer o dejar que creyera que hacía. Ante esta dicotomía, decidí dejarme llevar y sentir hasta dónde éramos capaces de llegar, hasta dónde la inconsciencia nos hacía avanzar. Nada de lucidez, nada de conciencia. Un latido atado alrededor de nuestros pies y una amalgama de crípticos sentires enredados en nuestros pensamientos.
Él, un hombre oscuro, de juicio ágil, de mirada abrupta y voz profunda. Yo, una mujer que sabe leer más allá de sus intenciones, consensuar su pensamiento, desvestirse de prejuicios y seducir con la cadencia de lo no dicho y de lo intuido.
Víctimas los dos de una ocurrencia, de ese camino que se puede controlar cómo se empieza a andar pero que no siempre se sabe cómo serán los siguientes pasos ni cómo los senderos en los que se desdibuja.
Un torbellino de emociones que desnudaban los impulsos que tan escondidos habían estado. Él tirando de mis hilos. Yo, manteniendo la tensión de la cuerda en la medida justa. Un tira y afloja en pos del mismo Pecado. Los dos inmersos en el juego de aquel laberinto,de aquella espiral que nos atrapada y donde cada gesto era una lucha precisa, donde no había más sangre que la que corría por las venas, ni más lamentos que los quejidos de pasión desbocada entre las fauces, cosidos a ellas, desvirgados por la lujuria de dos seres invocados cuyo único arrepentimiento solo podía venir dado por un final inexistente.