Dicen que hay que respetar el silencio de los muertos pero también hay que escuchar sus gritos callados. Compré aquella casa sabiendo de las leyendas que sobre ella concurrían. Desde que tuve interés en ella no había dejado de recorrerla en sueños, de ir descubriendo cada estancia, de recrear cada detalle que no había visto con mis propios ojos.
La historia que la soldaba no era para nada descabellada. Una tragedia que los años fueron ensalzando y ciertas experiencias la habían afianzado. Lo que sí era cierto eran sus raíces musulmanas, su conversión en iglesia, su destrucción en alguna guerra y la nueva edificación de una casa señorial perteneciente a una antiquísima familia de mucho abolengo en la zona. Nada fuera de lo normal ni el hecho luctuoso que se contaba en las crónicas. Luego vinieron las supuestas apariciones, las extrañas sensaciones, los ruidos y así se fue consolidando su leyenda. ¿Por qué iba a dudar de ello? ¿Por qué iba a dudar de que aquellos espejos llenos de polvo y telarañas no pudieran contar el secreto que encerraba aquella mansión? ¿Por qué no iba a creer en las pisadas que volaban sobre cada uno de los escalones de la escalera cuando a mi paso crujía el tiempo? ¿Por qué iba a cuestionar la existencia de un fantasma?, ¿de una niña que vagaba por los pasillos y estancias de la casa y tenía un lugar favorito? ¿Por qué no pasar tiempo a solas antes de que empezaran las obras?
Aquella tarde, con todo listo, me preparé para la incursión. La atmósfera no me era ajena, algo densa, eso sí.. Demasiados años, demasiado polvo y mucha dejadez aunque todavía quedaban vestigios de lo que una vez fue. Estaba dispuesta a dar respuesta a todas las preguntas que me habían hecho al conocer mis intenciones y si no las encontraba, la leyenda crecería.
La casa tenía demasiados ruidos, nada fuera de este mundo aunque, tal vez por sugestión o sensibilidad, sí percibí ciertos cambios de temperatura que me inquietaron. Pero la rotundidad rumiante de mis pensamientos no me dejó ir más allá hasta que al poco de caer la tarde, ante las primeras sombras de la noche, entre los reflejos de mis lámparas de gas, atisbé alguna sombra. Primero fue bajando la escalera. Parecía haberse detenido al llegar a la mitad. Luego una especie de corriente que silbó hasta perderse por uno de los huecos para las puertas y, más tarde, en mis sueños.
Su cara reflejaba una especie de sonrisa triste. Sus ojos, más sombríos que la propia noche, guardaban el tenue reflejo de la luna. Sus cabellos, ondulados y claros, sueltos, rematados con algunas cintas como las que adornaban su vestido casi blanco. No sé si era un camisón o un vestido de verano. Su mano me tocó. Sentí la frialdad de aquel tímido gesto. Escuchaba su silencio y le hablé. Si algo había ahí, aparte de mis emociones, estaba segura de que me escucharía. Percibí sus breves palabras golpeando más mi mente que mis oídos. El corazón me iba tan rápido que me impedía entender correctamente lo que decía. La notaba pegada a mí. Podía sentir su roce.
Cuando desperté solo estaba yo y una enorme rata cruzando ante mí, con más descaro que otra cosa, como si mi presencia no le impusiera nada. Incluso me miró antes de seguir sus pasos. Me asusté más que ella por el asco que me dan estos bichos, incluso más que la sensación que tuve nada más abrir los ojos.
Subí las escaleras. Atravesé el pasillo hacia la derecha, dejando a mi espalda paredes descascarilladas, cuadros que habían perdido su lustre y más porquería que la que puede haber en el palo de un gallinero. Llegué ante la puerta de aquella habitación. Alguna corriente de aire debía haberla cerrado..., la rata o algún gato que se había colado durante la noche. Respiré hondo y tuve un presentimiento que me decía que no era el momento de entrar pero que debía hacerlo. Aguardaría hasta que la intuición me avisara.
Encontré cientos de reseñas del macabro hecho en la prensa de la época: «Hallado el cadáver de la pequeña en los sótanos de la casa» y corroboré unos cuantos más. Se habían encontrado, así mismo, restos óseos de otros cuerpos pertenecientes a la época musulmana y algunos más de la guerra. Lo último era más que evidente. Era historia de la zona pero lo de la niña me hizo recapacitar. Entre unos datos y otros podía llegar a pensar que la niña de mis sueños podía ser Adelina, la hija del capitán, cuya muerte se había ido gestando por la madre durante las largas ausencias de su esposo. Solo me quedaba saber el por qué y esa respuesta solo podía dármela una persona o, mejor dicho, un ente.
Tengo claro que el inicio de las obras había provocado cierta reacción en la casa. Al principio, los obreros no dijeron nada aunque escuché rumores de que perdían pequeñas cosas, sobre todo lápices —de hecho, a mí me habían desaparecido muchos de colores pero como soy un desastre, no le había dado importancia—, oían ruidos raros y que alguno se sentía indispuesto en determinados momentos, sobre todo a última hora de la tarde. Hablé con uno de ellos. Algo me decía que tendría respuestas. Lo que me contó solo confirmó mis sospechas de modo que permanecí aquella tarde en la casa. Cuando se cerró la puerta, yo quedé dentro. Fue casi inmediato el escuchar ruidos, susurros, palabras que supuse en otro idioma, como cánticos...
Regresé sobre mis pasos, ascendí la escalera y llegué a la habitación que todos habíamos llamado "de los espejos" por la cantidad de ellos que había colgados en las paredes, destacando aquel de pie tan bellamente enmarcado donde el obrero me había insinuado que le había parecido ver algo.
Luego vinieron los pasos corriendo por el pasillo, llantos..., gritos negando y pidiendo auxilio. Primero de manera muy sutil pero estaba predispuesta a ello por lo que se fueron intensificando y clarificando.
Las llamas de las velas tintineaban. Cierto que podían ser corrientes de aire pero era una noche especialmente calma. Me situé frente al espejo, sentada en el suelo. Siempre me había preguntado porqué seguía intacto tantos años después, por qué nadie lo había robado. Intenté relajarme al máximo. Estaba pendiente de la grabadora y de todo cuanto me rodeaba. Empecé a hablar, con calma, de modo cercano. Me dirigía a Adelina, aunque no la nombré, y no pasó mucho tiempo hasta que tuve las respuestas exactas: «Adelina», sonó claro. «Estoy aquí», cercano. La temperatura había descendido notablemente. Sentí un intenso escalofrío y mi alma se encogió cuando en el espejo de pie se fue formando la figura de la niña. Podía verla detrás de mí, apoyando su mano en mi hombro. «Puedes confiar en mí», le dije, «quiero ayudarte pero necesito que me cuentes qué ocurrió. Tú debes estar con tu padre, no aquí, sola, vagando. Sé que quieres que se sepa la verdad y por eso estoy aquí».
Se hizo un profundo silencio. Las velas casi se apagaron de golpe pero, de pronto, todas ellas volvieron a brillar pausadamente. Observé detenidamente el espejo y, como si de una película se tratara, pasaron ante mis ojos escenas, flashes. Vi a la niña, a su padre, a su madre y vi cómo había muerto. Sé que no podía ver aquello en los espejos, que se trataba de una profunda sugestión y extrema sensibilidad, de una energía sobrenatural que era capaz de conectar conmigo. Sin duda, Adelina, era un ente mayor. El resto, me lo contó ella.
Su madre la castigaba constantemente, a veces de manera muy severa. La mantenía encerrada demasiado tiempo en aquella habitación. Le quitaba todos los juguetes que su padre le traía de sus viajes, le rompía algunos vestidos, le quitaba joyas... y nunca le entregaba todas las cartas que su padre le enviaba. Malmetía en la niña. Todo aquello era celos, celos de una madre que no soportaba el inmenso amor, verdadera devoción, que su marido profesaba por su hija; rabia y odio por no tener aquello que creía era solo para ella. Poco a poco había ido envenenando a la niña, dejándola débil, una sombra de vida hasta que la impaciencia pudo más que ella y no dudó en acabar definitivamente con su vida. La tiró por las escaleras del sótano para que se golpeara y con suerte, un mal golpe la matara. No fue así, por lo que ella misma acabó a golpes de pala con la pequeña.
Las crónicas decían que se había caído, que se había golpeado y que la madre estaba loca por el fallecimiento de la niña. Nadie dijo jamás que la había matado aunque muchos lo sospecharan. Aquello me conmovió de sobremanera.
«Te prometo, Adelina, que tu verdadera historia saldrá a la luz. Haré todo cuanto esté en mi mano para resarcirte de tanto dolor y tanta injusticia pero debes ir hacia la luz. Debes descansar por fin».
Encendí salvia y empecé a moverme por toda la habitación. Repetía como una plegaría que fuera hacia la luz. Poco después, desconozco el tiempo, todo parecía sereno, como más limpio, menos pesado. Se respiraba de otra forma. Yo estaba acelerada pero me sentí bien, ligera.
A la mañana siguiente, los obreros encontraron las cosas que les habían desaparecido y en la habitación de los espejos el sol parecía llenarlo todo. Retiré todos. Cuidadosamente los envolví en paños blancos y ruda, incluyendo el hermoso espejo de pie que gustosamente me hubiera quedado. Al desmontarlo descubrí una rendija o como una especie de cajoncillo secreto, no más grande que una moneda de cincuenta centímos de euro. Más que abrirlo, lo rompí para contemplar en su interior una preciosa medalla de oro con su cadenita. En la parte posterior de la virgen adorada por dos ángeles había una inscripción : « A Adelina, nuestra querida hija. 11 de marzo de 1795». El día que nació.
El cura me miró raro cuando le dije que quería agua bendita y, tras varios días esquivándolo, le conté lo sucedido. Creo que se sintió muy aliviado. Me ayudó a recopilar mil y un datos sobre la familia, sobre la niña. Removimos Roma con Santiago para no dejar ningún cabo suelto. Curiosamente no nos faltaron manos que se sumaran y tal día como aquel, casi dos siglos y medio después, la que fuera la casa natal de Adelina abrió sus puertas.
El sótano ya no existía. Se respetó su silencio. Sus habitaciones, sus pasillos, la escalera... Se rescataron ciertos muebles, juguetes, libros, retratos familiares, ropa. Grabados y pinturas de algún pintor de la época y los expertos achacaron un par a algún alumno de Goya, esculturas, lámparas. Los artesonados y pinturas del techo de la entrada... Se restauró todo lo que se pudo, todo lo que merecía realmente la pena, en memoria de la niña que durante todos aquellos años había custodiado.
Me guardé la medalla. La llevo colgada de mi cuello. Todos los once de marzo llevo flores y lápices de colores a una tumba que hay en el suelo, en la parte antigua del cementerio. Los años y sus avatares han roto parte de la lápida de piedra, quitado su lustro y cortado las alas al ángel que la contempla, pero todavía puede leerse su nombre en ella.
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Retrato a carboncillo niña 1800. De la red. |
Yo cumplí mi promesa. Rescaté su memoria. Resarcí su dolor, su pena. Aquí, en mi casa, en nuestra casa, mañana presento nuestro libro «El ángel vivo». Anoche apareció en mis sueños...
Os dejo este relato propio con el que me sumo a la iniciativa
"Léeme un cuento" del blog "Plegarias en la Noche" de Tiffany, homenaje al terror en este último viernes de octubre.