Dormía en la languidez de la noche claroscura,
a media luna, donde las sombras se refugian en los recovecos de mi piel y se
escapan de entre las arrugas de mis sábanas.
Y a mi espalda, se acomoda el susurro
hecho hombre a la rectitud de mi espalda y a la plegaria de mis piernas.
Y despierto, aunque mis ojos deciden
seguir durmiendo pero mi mente vuela y mis sentidos se avivan.
Reptan tus manos como serpientes
encantadas por el sonido apaciguado de mi respiración mientras, dulces, las
palabras que no se dicen, claman en mi nuca en busca de mi boca. Y es así, en
tanto la curva más recta de su hombría, como santo grial, se eleva entre las
estrechas montañas que se encumbrar al final de mi espalda. Y esa mano, tu
mano, se ancla varada en la hipérbole de mis piernas, erigida entre Venus y el
infinito más oscuro…
Hurgas, invades, maestra tu mano, los
pliegues cerrados y húmedos de unos labios que no hablan pero que lo dicen todo
mientras, los que sí que hablan se ven tiernamente violentados por carne y
saliva, por el latigazo profundo de una lengua que responde a la llamada de la
mía.
Tú, el hombre que susurra, te
conviertes en marea de mi puerto sufrido de tus avatares, de los vaivenes
sosegados que elevan más los altos de mis pechos que presto apresas con tus
dedos, y humedecen más los anclajes que coronan mis piernas.
De mi boca callada, emergen los
quejidos sonoros de placer y tu nombre, dulce pecado en mis labios y en mi
mente, se pronuncia como maldito mientras mi carne, en calvario consentido, se deshace
en la tuya.