Llegaba al pueblo por el camino del cementerio. Sus pies estaban cansados y su cuerpo le pesaba como si no tuviera alma: "Las batallas más importantes en la vida son las que peleamos diariamente en el silencio de nuestra alma", se decía.
Tal vez la había perdido cuando fray Junípero falleció. Con él se habían acabado sus días de media vida. El nuevo prior se había ensañado con él, pagando todos los vicios y traumas de un hombre que, bajo los designios de Dios, horadaba su dignidad. Ya nos más palos. Ya no más lágrimas. Ya no sabía llorar y se había vestido de una coraza que le permitía sobrevivir en su propia soledad. Se acomodó en un rincón del pórtico de la iglesia y se escondió bajo su manto haraposo y sucio. Esperaba que no lloviera. No resistiría una noche más en esas condiciones. En su hatillo ni un corrusco de pan. El murmullo de la gente le servía de sonatina para intentar descansar pero no debía descuidarse ni un momento. Los vagabundos eran objeto de indiferencia pero también de mofa y violencia.
—Ten… No tengo dinero y no puedo sisar nada pero tú lo precisas más que yo —dijo entregándole una manzana. Nunca había visto unas manos como aquellas. Solo las suyas podían asemejarse. Le llamó la atención aquella mancha en la piel: una judía oscura que le cubría parte de la pala de la mano.
La dulzura de aquella voz femenina le alentó el corazón. Solo cuando sentía miedo le latía de aquella forma. No era habitual que le dieran algo sin poner mala cara o maldecirle la suerte. Sus ojos se encontraron con los de ella. Si pensó que aquella mirada era como la del mar que había leído en los libros del convento, ella vio en la de él, la inmensidad del cielo en plena tormenta.
—Gracias. Eres muy amable pero no deseo que tengas problemas por mí.
—Los tendré… sean por ti o por nada.
La joven se alejó siendo observada por el peregrino mientras el cielo estallaba en un sinfín de conjuros de truenos y rayos aunque no se atreviera aún a llorar.
Se comió la manzana. Dulce, crujiente, sana… Le supo al mejor de los manjares.
Al final la tarde empezaron a caer las primeras gotas. Eran frías y parecían piedras. Se volvió a proteger bajo su caparazón y aguardó a que la noche fuera benévola. Estaba tan cansado que no pudo conciliar el sueño más allá de intervalos de unas horas. Percibió el sonido de unos pasos en medio de la tormenta. Se mantuvo en silencio y quieto, con la daga empuñada en su mano, dispuesto a usarla si era preciso para defenderse pero entre los agujeros de su capa, atisbo las zapatillas de una mujer. Luego, el peso de una gruesa tela cubriéndole el cuerpo. Después, un calor agradable y olor a sopa de cebolla, unos rosigones de pan y unos trozos de pollo. Hacía años que no disponía de un menú así y en aquella cantidad.
Apenas había amanecido, la chica regresó a recoger el cuenco de la sopa.
—Gracias por la cena y la manta. Nadie se ha portado así conmigo desde hace muchos años. ¿Por qué lo haces tú?
—Porque algo dentro de mi interior dice que debo hacerlo. No puedo entretenerme ahora. Intentaré traerte algo después, cuando vaya al mercado. La manta puedes quedártela. No la echarán de menos.
—Gracias. Te llevaré en mi alma... cuando la encuentre. Mientras, en el corazón que tengo en alguna parte —dijo, llevándose la palma de la mano derecha sobre el pecho.
La mujer se fue como una gacela asustada hasta perderse de vista en la boca del callejón. También él se perdió sin dejar rastro. Al día siguiente, cuando el sol estaba en lo más alto y ella estaba entre los puestos del mercado, alguien la abordó. Era un fraile de mediana edad. Se dio a conocer de manera muy vaga y le hizo entrega de un morral. Sin más, desapareció entre la muchedumbre. Ella fue tras él pero no lo pudo alcanzar.
Se apartó a un lugar más tranquilo. Era una carta lacrada. Reconoció el sello del convento donde había nacido. Era una misiva larga y contundente por lo que acudió corriendo a casa para leerla con calma:
Para leer el manuscrito, picar en la imagen. |
Las manos le temblaban. Seguramente por eso se aferró al pequeño crucifijo de su madre mientras los ojos eran un manantial de lágrimas y su mirada se perdía en el horizonte que se dibujaba al otro lado de la ventana.
Había estado atendiendo a su hermano sin saberlo. Aquella mancha en la mano era la evidencia. Su corazón no le había engañado pero no sabía qué verdad le había estado diciendo.
Iría en su busca. Se había acabado eso de estar sola en el mundo. Ahora había una luz en su camino.
He elegido la frase de la película "Leyendas de Pasión".
Todos los textos y tapices, picando la imagen superior y los que ha creado para mi relato, en la inferior : |