Había
sido inevitable llegar hasta ahí. Subir aquellas escaleras y dejarse ir al son
de un deseo. ¿Amor? ¡Qué va! Puro instinto carnal. Curiosidad. Miradas
furtivas al principio. Muy descaradas después. Él, un enigma, aparentemente
alcanzable a cualquiera. No iba a ser especial entonces si mi carne era parte
de su ajuar. Me había negado a caer en la tentación que él suponía no solo ante
mis ojos sino en mi pensamiento. Un reto evadirlo.
Él era
pura lujuria. Presto a vivir todas las pasiones y cuánto más oscuras, mejor.
Las disfrutaba. Un tipo de esos que lo tienen todo: poder, riqueza, sexo, fama…,
algo de vanidad, un mucho de egocentrismo y, a pesar de todo, con un inevitable
magnetismo. Vamos, el mismo demonio. Un ejemplar de aquellos cuya piel quema, y su
alma tan oscura que, inevitablemente, caes en sus redes. Pero me resistí. Y lo
logré durante mucho tiempo. Negué sus mensajes, sus flores, sus invitaciones a
cenar o a salir… pero no cejó en su empeñó. Pacientemente, le fui dejando hacer, que se acercara,
que se venciera entero…, cebándolo como a un cerdo para el día de san Martín. Accedí a su
invitación por fin. Iba a por todas aunque
eso significara ir al mismísimo infierno, arrancarle los cuernos al diablo y traerlos como recuerdo.
Estaba convencida de no andar en su memoria más activa pero yo no tenía duda alguna de quién era. Ni tampoco dudaba que ya no se olvidaría de mí. Durante todo ese tiempo le había estado estudiando y había esperado mucho hasta hallar en momento justo... porque yo no soy de olvidar, ni de rendirme, ni de dejar cabos sueltos.
No sé si fue el polvo de su vida. Me da igual. Tampoco lo pretendía. A esas alturas
no era mi propósito.
No podía haber mejor escenario que su dormitorio-biblioteca: Un templo para la lujuria. Su territorio, donde dominaba y controlaba la situación. En silencio más absoluto que la respiración podía darnos, las sombras y los claros que llegaban de la noche desde el otro lado de la ventana, con aroma a sexo y a incienso, a piel descarnada, a sudor... y a entrañas. A libros viejos. A libros nuevos. Desnudos.
No había mejores armas para ganarle la batalla que utilizar las mismas que él, incluso más depuradas.
Me
situé tras él. Una mano agarrándole la garganta, obligándole a mantener la
cabeza ligeramente alta, presionando suavemente pero con determinación. Con la
otra, una sonora y contundente nalgada antes de cogerlo del pelo y obligarle a
mirar en el espejo donde nos reflejábamos. Sonreía con ironía pero la última
sonrisa iba a ser la mía.
Pasé mi
lengua por su mejilla. Después lo arrojé sobre el lecho, dejándolo de espaldas
sobre el colchón, sentándome a horcajadas sobre satán. Volví a pasear la lengua por el
cuello hasta cubrirle la boca. echándole la melena sobre el rostro, sensualmente. Así, saqué de debajo de la almohada el "juguete" que con tanto disimulo y coquetería había colocado. Le esposé a los barrotes de la cama. Sonrió divertido. Pero yo guardaba más sorpresas. Me puse en pie y caminé hasta el butacón donde tenía mi bolso. Cogí lo que quería y me giré con cuidado, escondiendo el objeto a mi espalda, sin dejar de mirarle, mostrándole una sonrisa perversa. Retrocedí sobre mis pasos. Como una gata, repté sobre las sábanas... Y se lo mostré, y su sonrisa se desencajó. La mía brotó como flor en primavera.
— Hagámoslo;
ya no hay marcha atrás…
*Tentalión: Acrónimo de Tentación y Talión.
Este relato pertenece a la propuesta “Tentación”
motivada por Gin desde su blog “Variétés” para su Paraíso de Letras
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