El sol
dibujaba arabescos al colarse por los grandes ventanales y una suave brisa del
desierto despeinaba mis velos, ondeándolos. Mientras mis pasos avanzaban, mi
silueta se veía reflejada en el lago de aguamarinas que era el suelo de mármol.
Con decisión, seguridad y ni vista atrás, avanzaba hacia la gran puerta dorada abierta de par en par, y más cerca estaba de ella, mis vestiduras se
iban haciendo más ligeras, mientras en mi mente, como si fuera una música
recordatorio, escuchaba mi nombre... pero otro nombre… en una voz suave, ligera y
al tiempo profunda y musical…
El astro parecía ser diferente. Los sonidos sonaban distintos. El viento era desemejante,
y mi piel se iba tibiando entre las sombras de la galería exterior. El agua
discurría calma en las fuentes que quedaban a mi derecha y el vergel desprendía un frescor que se agradecía.
Mis
ropas se iban desprendiendo como capas innecesarias, al tiempo
que atravesaba los arcos de la galería, uno tras otro, hasta que mi cuerpo quedó
sutilmente vestido, o desvestido, con una simple túnica de color crudo, de
tejido suave, semitransparente, y mi cabello se mecía libre, a merced del viento
que desde el desierto arrancaba silbidos a las palmeras.
Aquella voz seguía sonando en mi interior, haciendo palpitar mi corazón, aligerando mi alma
y deteniendo mis pasos unos metros más allá, en la fuente azul, donde los
peces de colores eran dueños y las libélulas azules revoloteaban.
Ahí estaba ese hombre. él:
Sentado al borde, con los pies metidos en el agua, jugando con esta entre los
dedos de sus manos. El sol se reflejaba en ella produciendo un efecto áureo en
torno a su figura, vestida de crudo... como la mía.
Me miró.
Sonrió. Escuché su llamada sin pronunciar palabra alguna, silente, un rumor en
una lengua que no era la mía pero que era capaz de comprender como quien comprende a una madre.
Mis pasos
dubitativos le alcanzaron. Tendió la mano y, al tomarla, me guió para sentarme a su diestra. Tomó agua en su mano libre y, a modo de bendición, la derramó sobre mi mano, retenida dulcemente en la suya.
- Mayim chayyim... (1)
Su mirada, afín a un topacio amarillo, se clavó en la mía y me sentí ligera, en una envolvente sensación de
ser acogida en su seno, de sentir latidos que se acompasaban como toques de riq
a las danzas de unos pies desnudos…
Sus ojos
dibujaron una sonrisa; y su boca, el sonido de mi otro Nombre…
- Ishti... Ve'ahavat olam ahavtich... (2)
Y entonces, supe que ya habíamos orado sobre las arenas... y que el agua había sido arena y sal.
(1) Agua viva.
(2) Esposa mía... Te he amado con amor eterno...
Ni
siquiera sé si está bien escrito. En realidad, solo recuerdo cómo lo entendí y
cómo debía interpretarlo.
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Este jueves, Maribel, desde su blog “Soliluna”,
nos evoca a regalar un sueño.
Este es el mío.