Un Jueves, Un Relato
Situación: Un calor de mil pares de puñetas. Pleno verano. Alguna hora de la noche. Noche ya bien dada. Dos en la cama. Vueltas y más vueltas yo. Él dormido como un pollo. Sudor. Agobio. El compañero que desprende el mismo calor, si no más, que una estufa a pleno rendimiento. Yo, en un baño de agua.
Estado: Hartazgo y desesperación.
Una idea: Refrescar una toalla con agua fría. Así lo hice y me fui a la cocina, guiada por la luz que llegaba desde la calle por ambos frentes de la casa.
Agravantes: Soy tan torpe de vista como un topo tuerto. Y me había dejado las gafas en la mesita de noche. Pensar. Cuando pienso tengo la capacidad de abstraerme de todo cuanto me rodea. La noche, el silencio...
Acción y consecuencia: Sin gafas con las que identificar lo que me rodeaba y ausente de todo lo que se podía escuchar, apareció él por mi derecha, a mi espalda: «Hola». ¡Qué decir tiene que aquella voz no la reconocí! Me sonó lejana, grave... oscura. Yo escuché hoooola... De ultratumba. Conté hasta diez. Sí, tuve la paciencia sensata de hacerlo mientras retorcía la toalla y pensaba: «Un fantasma no puede ser —aquella noche había estado viendo Cuarto Milenio— ». Y en tanto la cuenta hasta diez iba acabando, me giré. Solo vi una cosa negra, más que negra, mimetizada con la penumbra, una esfera con tres espacios blancos. Los ojos y los dientes, supuestamente, pero yo iba sin gafas, estaba sofocada y tenía un empanamiento mental, con lo cual no le reconocí —ni me di tiempo a reconocerlo—, empecé a darle con la toalla mojada: ¡Ziss ! ¡Zass! ¡Ziss ! ¡Zass!... Con todo mi alma, por si acaso.
«¡Para... para... que soy yo!», me decía mientras ponía los brazos como escudo.
Por entonces, creo que la toalla ya pesaba un poco menos. Fue a la quinta o sexta protesta «¡Coño, que me vas a matar!, ¡para ya!», después de ser indiferente a ellas y a verlo bracear para zafarse de mis toallazos, decidí darle el golpe de remate. Porque entonces ya sabía que era él y, pese a que el pobre solo había llegado para beber agua bien sabe que no se puede hacer entrar en los sitios a oscuras y sin hacer ruido. Primero recibió el impacto de una mujer que, por si las moscas, se defendía de un ser que venía de alguna parte oscura del mundo de los muertos. Luego, de una cabreada que solo había ido a mojar una toalla para quitarle ese calor de estufa de la piel.
«¡Capullo».
El susto me lo llevé yo pero los toallazos mojados, él.
Y os puedo asegurar que esto está basado en un hecho real y que los fantasmas de sábanas blancas no existen.
Este texto es mi aporte a la propuesta de Dorotea desde su blog "Lazos y Raíces" .Si vais, podréis echaros unas risas con los textos de otros compañeros ya que la cosa va de humor.