Se había acostumbrado a vivir entre monstruos, entre los de los demás y los
propios, sabiendo que, mientras los de los otros iban muriendo, los suyos
permanecían en pie. No es que se sintiera muy orgullosa de ellos pero le permitían
estar viva y en alerta como las gárgolas de Notre Dame que la observaban desde
las alturas, silenciosas, a través de sus miradas de piedra. Impertérritas.
Apagó su cigarrillo, bebió un largo sorbo de agua y se retocó el bermellón
de sus labios. Una lazada para adornar el cuello y cerró su abrigo para
abandonar el café.
Caía ya la tarde pero no dudó en ponerse su gafas mariposa
de cristal oscuro. Caminó erguida y con decisión sobre el empedrado de la rue
du Chat qui pêche hasta llegar al número 13 de la rue de la Huchette. Sabía que
el portal estaría abierto. Tenía todo controlado. Era su oficio. Subió la
escalera y llamó al timbre de la puerta del segundo derecha. Aguardó unos
minutos. Escuchó el sonido de unos pasos. No vaciló. En cuando la
puerta se abrió y reconoció al hombre, levantó su mano derecha con la seguridad
y celeridad de quien sabe lo que hace. Un sonido seco resonó en el hueco de la
escalera y el sujeto, sin tiempo a decir ni hacer nada, cayó tendido sobre el
suelo con un fino hilo de sangre derramándose desde la estrella de su frente.
Como una envenenadora que se goza examinando los
efectos de su brebaje en la pobre víctima, Josefine de la Fayette,
conocida en los bajos fondos y al amparo de las sombras del poder, como Madame
de la Fayette, la Marquise; retrocedió sobre sus pasos para perderse, como el
humo de su cigarro, por las estrechas y concurridas calles que circundaban
aquella parte de París.
Al llegar al puente se encontró con Dennis Beauchene, Monsieur, quién
después de tirar el arma al centro del Sena, apagó su aliento con la densidad
de un beso. Se subieron al coche negro de bandera diplomática cuyo chófer los miraba desde el interior. Josefine se
volvió a perfilar los labios. Dennis sonrió. Luego, tomó la mano de su amante para llevársela a los labios. La besó y la mantuvo unida a la suya hasta llegar a “Laperóuse” donde tenían reservada la mejor mesa.
Este es mi texto para la dinámica "Línea 20" que he coordinado para este jueves.
Picando en la imagen inferior vais directamente al enunciado y a otros textos participantes si deseáis conocerlos.
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Esta semana se ha dado la curiosa circunstancia de una doble convocatoria, así que este anexo es mi aportación para la de Rodhea Bloson desde su blog del mismo nombre, hablando sobre “EstanciasHospitalarias”.
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Odiaba los hospitales tanto como los cementerios. A ambos hay que ir por obligación, eso incluye las visitas, y pocas veces por devoción. Unas parece que se va de fiesta y otras como si fuera un acto solemne. Tal vez la gente agradezca las audiencias pero en su caso… no sabía qué decir. La verdad, su síndrome “de bata blanca” le producía una severa inquina.
Pero en aquella ocasión, su visita al hospital había sido de esas razones ineludibles con el destino. No tuvo jamás conciencia de cómo llegó hasta ahí. Cuando abrió los ojos, el sonido del respirador parecía ser La Traviata acompasada por un extraño silencio influenciado por otros sonidos mucho menos agradables que hablaban del dolor de la lucha o del dolor de muerte sentada a los pies de la cama en paciente espera. Se desesperó aunque los sedantes aliviaran un poco aquella sensación. Casi pudo adivinarse una sonrisa cuando vio al primer humano acercarse a ella, y, con voz sosegada, tomándola de la mano, le dio la bienvenida al mundo de los vivos después de haber estado casi una semana navegando en la barca de Caronte. La parca se alejó de su cama y el ángel blanco, coronado de rastas, iluminó y atemperó el largo y duro camino de su nueva vida.